Érase una vez en la redacción de una agencia de noticias. Por entonces, la mayor parte de la existencia adulta transcurría dentro de una oficina. La gente concurría a un mismo sitio de trabajo. Allí se desarrollaban los romances, las luchas por el poder, las amistades.
Mi oficio era ambiguo, como siempre. Corresponsal de cabotaje, pero también auxiliar publicitario. Viajaba por el país, en tren, en micro, inusualmente en avión. Aunque llevaba dos años trajinando esas barracas, muchos no sabían a qué me dedicaba. Exactamente, yo tampoco. En un extremo de la redacción, campeaba por sus fueros Maquiavelo, el responsable de Internacionales, Adalberto Uribini. En el extremo opuesto, alejado por una cantidad de metros similar a una cuadra, Kustó, Francisco Parilque, responsable directo de las relaciones de la Agencia con el resto de Latinoamérica. Vendía nuestros servicios a Lima, Asunción, Santiago, La Paz, Bogotá y Caracas.
Le decíamos Kustó por su natural bonhomía y pronunciación fallida de la erre (Jaques Cousteau, el famoso submarinista de la televisión). Maquiavelo era políglota, versado en geopolítica, probablemente el único conservador del plantel. Kustó curiosamente no era de izquierda, pero sí progresista, y romántico. Creía en la natural tendencia filantrópica de la especie humana. No se dejaba arredrar por las evidencias.
Uribini era de una estatura más bien baja, que compensaba con una actitud silenciosamente prepotente. Era inabordable, excepto que él decidiera lo contrario. Nadie sabía cómo había logrado su puesto, pero le sobraba prestancia. Era ciclotímico y explosivo. Una vez lo felicité calurosamente por un artículo a favor de la Contra nicaragüense (que aún ignoro cómo logró publicar), y me respondió como si lo hubiera insultado. Era alternativamente alcohólico y drogadicto, y creo que perfectamente pudo haberme retado a duelo por motivos impredecibles para ambos.
Kustó era expansivo y gregario. Inofensivamente alto y calvo con una melena incolora en la nuca. Alrededor de su escritorio, una suerte de fortaleza de libros políticamente correctos -por entonces no existía la expresión-, se congregaban redactores, cableros, diseñadores, fotógrafos. Cada jornada le permitía una anécdota inspiracional -tampoco esa palabra circulaba-. Abría los brazos como si fuera alguna clase de sacerdote de un esperanto litúrgico y nos recordaba que, a la larga, el progresismo acababa triunfando.
Maquiavelo solo creía en el poder y la fuerza: sostenía un compromiso férreo con su propia visión del mundo. Declaraba que si alguna vez la matanza permanente mitigaba, se debería a que un poder mayor al de los contendientes habría logrado imponerles una tregua, por medio de un ataque incalculable y el posterior temor. Ese poder postrero lo asociaba Maquiavelo con los Estados Unidos de América, a los que aleatoriamente acusaba de rehuir a su responsabilidad universal.
Los dos polos de la redacción remedaban dos posiciones simétricamente opuestas sobre el temperamento de la especie. También sobre el propósito y el destino. Maquiavelo se jactaba de carecer del menor interés sobre la supervivencia humana. Mientras que Kustó amanecía cada día hábil proponiendo una nueva estrategia para el desarme atómico y la paz fraternal, invariablemente inclinado hacia la perspectiva de la Unión Soviética, por entonces trepidando a cargo de Gorbachov.
No se manifestaban animadversión, y muy esporádicamente presencié que conversaran, si es que alguna vez lo hicieron. Mi memoria no ayuda, pero me faltan escenas de los dos en conciliábulo, o siquiera en un saludo casual.
Como dos reyes de reinos con regímenes contrarios, pero obligados al mutuo respeto de sus soberanías por la paz de Westfalia, dejaban saber a sus acólitos que consideraban al otro caduco, sin poder ir más allá de la expresión tácita, nunca directa ni deliberada. En rigor, Kustó contaba con acólitos. Maquiavelo, solo con mi discreta simpatía. En esas claras tesituras, lo natural hubiera sido que Maquiavelo, el cínico cultor de la real politik, gozara de las mieles del éxito, conquistara gradas de poder, acumulara el favor de las mujeres.
Después de todo, el verdadero Maquiavelo, Niccolo, había logrado preservar la prosperidad e influencia del Príncipe. Pero era el amable y pródigo Kustó quien más lejos había llegado en la carrera jerárquica, posición social y sex appeal. Las mujeres sentían por él una atracción que comenzaba con una suerte de juguetona amistad, y mayoritariamente llegaba al romance furtivo, tanto por lo breve como por lo oculto. Se sabía un tiempo después, por las expresiones de la implicada, no de Kustó.
Siempre me resultó enigmático el hecho de que el discípulo de Maquiavelo quedara relegado a una parcela infranqueable, mientras que el romántico triunfaba en el terreno y en el alma. Me recordaba a aquellos expertos en martingala incapaces de hacer saltar la banca.
Pasaron las décadas. Por momentos me parecen siglos. Mi propia cosmovisión ya no volvió a cambiar. Entre los 16 y los 24 años había pensado de un modo. A partir de los 24, del modo exactamente opuesto.
Un día me invitaron a una especie de ceremonia, indescifrable, de Kustó. Tenía 92 años. Nietos y bisnietos. Había pasado el resto de su vida útil en Cancillería, en el Palacio San Martín; y también papando moscas en el edificio montevideano del Mercosur. Moría en Buenos Aires. Le daban no sé qué distinción en su propia casa, no se podía levantar de la cama. Una asociación de viñateros le hacía entrega de una placa de oro. Había representantes de Italia, de Francia y Bélgica. No sé cómo ni por qué me habían invitado.
Repentinamente uno de sus nietos se me acercó con un canapé, de palta, palmito y camarón, y una copa de vino blanco. Era el responsable de mi presencia allí. Manifestó haberme leído, seguir mis ponencias y recordó a Uribini, sempiterno némesis de su abuelo. Incidentalmente, Maquiavelo había muerto 30 años atrás, mucho más joven de lo que parecía. Literalmente, lo atropelló un colectivo escolar. Aparentemente cruzó sin mirar.
-El abuelo nunca le perdonó a Maquiavelo que Jacinta se marchara con él -comentó Fernando-.
-No sé quién es Jacinta -repliqué-.
-Era… -pausó Fernando-, la primera esposa del abuelo.
-No lo sabía -insistí-. Pero hasta donde yo los conocí… siempre tu abuelo le llevó dos trancos de ventaja.
-No me refiero a la altura -agregué con necedad-.
-Lo sé -siguió Fernando- .Leí la semblanza en uno de tus cuentos. Pero no es tan opaco el motivo. Maquiavelo, Niccolo, no era poderoso: asesoraba a los poderosos. Tampoco era infalible. En cualquier caso, creer que las teorías tienen un efecto empírico en la realidad, es tan romántico como creer que los seres humanos actúan desinteresadamente. Un asesor es apenas un apunte. La realidad es un caos de pequeños instantes. Y ni siquiera ese caos es invariable: puede ordenarse coyunturalmente.
-Pero de algún modo hay que concebir una dirección -interpuse-.
-Es una coartada -me desengañó Fernando-. Apenas para pasar el tiempo. Algo hay que hacer. ¿Otro canapé?
Acepté, y pasé al tinto.
-Pero cómo fue lo de Jacinta -me interesé-.
-Ella nunca le perdonó al abuelo su talante optimista. Prefería la intimidad del hogar. Se vengó, aliándose con el enemigo.
-Esa es claramente una victoria maquiavélica -propuse-.
-Maquiavelo está muerto -sentenció Fernando, marchándose a darle la mano al representante plenipotenciario del Portugal-.
POS
