martes, 29 julio, 2025
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Guerra. Ucrania es la nueva Irlanda

La guerra ruso-ucraniana a gran escala ya lleva más de tres años, y todo este tiempo ha sido objeto de intensos debates tanto en los sectores de izquierda como en los de derecha.

El principal punto de fricción suele ser el sentido social de esta guerra: qué papel desempeña en el escenario mundial de la lucha política, es decir, en el contexto de la lucha de clases de la humanidad.

En primer lugar, es necesario comprender la naturaleza social del régimen de Putin en Rusia.

La Rusia de Putin es el resultado de una reacción sociopolítica que se ha extendido durante un siglo.

Rusia, como bien lo describió Marx en su trabajo “Revelaciones de la historia diplomática del siglo XVIII”, siempre ha sido un Estado extremadamente reaccionario. Al frente de la sociedad rusa siempre ha estado un conglomerado profundamente reaccionario de fuerzas feudales-monárquicas, no solo hostiles a cualquier tipo de desarrollo social, por mínimo que fuera, sino también firmemente convencidas de la necesidad del dominio ilimitado sobre los países vecinos. “La historia de Rusia es la historia de una colonización interminable”, escribió uno de los principales referentes de la historiografía rusa, Serguéi Platónov.

Y si la mayoría de los países de Europa Occidental vivieron, de una u otra forma, períodos de revoluciones burguesas y democráticas, en el Imperio ruso todos los intentos de insurrección antifedual y antimonárquica fueron brutalmente reprimidos.

La revolución contra el zarismo triunfó en Rusia recién a comienzos del siglo XX, pero debido a numerosos conflictos locales e internacionales, la clase trabajadora y el campesinado ruso pasaron casi de inmediato de una agenda burguesa-democrática a transformaciones más radicales y socialistas, con la esperanza de acelerar así la revolución social en países más desarrollados.

Sin embargo, esta colosal tarea se enfrentó de inmediato a grandes dificultades: en los países occidentales, la clase trabajadora o bien no alcanzó el nivel necesario para un movimiento revolucionario (Francia, Gran Bretaña), o bien sus intentos de instaurar un orden proletario fueron ahogados en sangre (Alemania, el antiguo Imperio Austrohúngaro).

En Rusia, en el transcurso de la terrible guerra civil y del subsiguiente período de dura lucha política, se desarrolló y tomó el poder un aparato burocrático que León Trotsky denominó como “régimen de absolutismo burocrático”.

En su libro “Sobre la revolución”, la pensadora Hannah Arendt señalaba que en Europa, después de todas las revoluciones, siempre triunfaban las contrarrevoluciones. Lo mismo ocurrió en Rusia, solo que en un nivel tecnológico mucho más avanzado y a una escala gigantesca.

La clase trabajadora soviética fue decapitada: durante las purgas de los años treinta, el partido bolchevique fue destruido físicamente, los sindicatos perdieron su autonomía y se convirtieron en un apéndice del sistema burocrático, y en el país se instauró una atmósfera de vigilancia total y miedo. Paralelamente, se restauró el viejo chovinismo imperial ruso, cuando la llamada “Santa Rusia” (expresión literal del himno adoptado en 1944) se proclamaba como el núcleo del Estado, y las llamadas “repúblicas nacionales” debían conformarse con el papel de “hermanos menores” subordinados.

La Unión Soviética estalinista se convirtió en una versión renovada del Imperio ruso, donde la degradación de las relaciones sociales iba de la mano con la restauración de la ideología de la superioridad rusa. La burocracia estalinista soñaba con restaurar el capitalismo, afirmando su posición privilegiada por todos los medios posibles, aunque no podía hacerlo de inmediato. Sus anhelos solo comenzaron a materializarse hacia finales de los años ochenta.

Todo ocurrió como lo había pronosticado Trotsky en “La revolución traicionada”: en ausencia de una insurrección antiburocrática del proletariado, la nomenklatura soviética convirtió sus privilegios en propiedad sobre los medios de producción. Pero esto no ocurrió de manera mecánica o lineal, sino en un contexto de lucha política contradictoria: por un lado, entre distintas facciones de la burocracia gobernante; por otro, con los movimientos de masas de diversas clases sociales y naciones que aprovecharon el colapso del sistema para hacer valer sus demandas; y, además, en el terreno de la lucha internacional.

Los símbolos de ese enfrentamiento entre facciones burocráticas fueron el secretario general del PCUS Mijaíl Gorbachov y el miembro del Consejo Supremo de la URSS Borís Yeltsin, quien se convirtió en líder de la oposición al régimen de Gorbachov, cuyos resultados en política social habían generado un amplio descontento en la población soviética.

Yeltsin buscó apoyarse en los movimientos patrióticos de las repúblicas nacionales para apartar del poder a Gorbachov y asegurarse el control total de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR).

En diciembre 1991, mediante los llamados Acuerdos de Belavezha, se proclamó la disolución de la URSS, Gorbachov perdió sus funciones y las repúblicas soviéticas obtuvieron la independencia, en total consonancia con la idea marxista del derecho de las naciones a la autodeterminación, que había ocupado un lugar importante en el derecho soviético hasta su fin.

Esto es algo que Trotsky no previó, ni podía prever. La destrucción de la economía planificada soviética fue un acontecimiento de carácter reaccionario, pero esta reacción, debido a las circunstancias específicas, contenía elementos revolucionarios.

Yeltsin necesitaba, por un lado, “superar” a Gorbachov y, por otro, ganarse el apoyo del capital global. Hoy casi no se recuerda, pero la era Yeltsin fue la era de la “amistad con América” y con “Occidente en su conjunto”: la nueva élite rusa tenía que convencer al establishment occidental de que no representaba una amenaza para ellos.

Sin embargo, desde el comienzo mismo de la existencia de la “Rusia renovada” se hizo evidente el carácter antidemocrático y colonialista del nuevo poder ruso. Tras el inicio de una acelerada restauración capitalista en 1992, Yeltsin disolvió y bombardeó el parlamento ruso independiente con ayuda del ejército: los hechos del llamado Octubre Negro de Moscú en 1993. Un año después, ahogó en sangre el movimiento nacional checheno que exigía autodeterminación, lo que desembocó en una guerra prolongada en el Cáucaso del Norte, durante la cual se cometieron actos de destrucción y genocidio espantosos. Los funcionarios estadounidenses y europeos, en el mejor de los casos, miraban hacia otro lado, si es que se enteraban de algo.

La clase dominante yeltsinista era profundamente imperial. Uno de los elementos centrales de la nueva ideología del Kremlin fue la negación no solo de la Revolución de Octubre y del bolchevismo, sino del giro revolucionario de 1917 en su conjunto: los medios rusos comenzaron a declarar criminal toda lucha política radical; se impuso la glorificación de figuras simbólicas del período monárquico, la Iglesia Ortodoxa se convirtió en un actor ideológico y político clave, y la nostalgia por los tiempos imperiales y todo tipo de chovinismo inundaron las universidades y la literatura.

Aquí es importante señalar el papel que tienen los países vecinos —y en particular Ucrania— en el discurso de la gran burguesía rusa.

Ucrania es un país surgido del Estado medieval Rus de Kiev, cuyos herederos se consideraban los zares rusos de la dinastía Románov. El título oficial de los monarcas rusos comenzaba con las palabras “Autócrata de Moscú y de Kiev”, y solo después se enumeraban las demás partes del imperio. En otras palabras, el poder sobre Ucrania —cuyo centro ha sido y sigue siendo Kiev— era uno de los pilares ideológicos del zarismo ruso, la base de su pretendida “antigüedad” y “eternidad”.

Por otro lado, fue precisamente en Ucrania donde se desarrolló uno de los episodios más dramáticos de la guerra civil de 1917–1922, donde las fuerzas de la reacción imperial sufrieron sus derrotas más contundentes, simultáneamente a manos de diversos grupos revolucionarios.

El nacionalismo ucraniano, en sus distintas formas, fue un problema constante p. ara el imperialismo ruso durante casi todo el siglo XX. Y el Estado ucraniano surgido en 1991, a pesar de estar unido al ruso por miles de lazos sociales y económicos, se opuso de forma inequívoca tanto al imperialismo como a la cultura rusa.

Sin embargo, la clase dominante rusa no podía mostrar abiertamente sus ambiciones coloniales e imperialistas respecto a los países vecinos mientras dependía de los vínculos políticos y económicos con Occidente. Todo cambió a finales de los años 90 y comienzos de los 2000, cuando, gracias a un crecimiento sin precedentes de los precios del petróleo, la burguesía rusa fue inundada por una auténtica cascada de dinero.

Paralelamente, Borís Yeltsin, debilitado por el alcoholismo crónico y los problemas de salud, realizó una típica “transferencia de poder al sucesor” al estilo de los regímenes autoritarios: al exagente de los servicios secretos Vladímir Putin. Putin inició una reconfiguración gradual del sistema político del Kremlin, eliminando a las personas que le resultaban incómodas y promoviendo a quienes le debían su riqueza y posición. Comenzó el llamado “endurecimiento del régimen”: las libertades políticas fueron recortadas progresivamente, el terror policial se intensificó, los medios de comunicación críticos quedaron aislados o fueron directamente atacados.

Si Yeltsin destruyó la oposición parlamentaria, Putin en los años 2000 comenzó a eliminar toda forma de oposición.

Los capitalistas rusos se enriquecieron rápidamente. Si en tiempos de Yeltsin había un solo multimillonario en dólares en Rusia —y apenas superaba los 3 mil millones—, para 2011 ya había más de cien. Aunque en comparación con los años noventa la inflación había disminuido y la miseria urbana masiva se había reducido, la brecha entre ricos y pobres siguió creciendo. La base de la economía pasó a ser la exportación de hidrocarburos y recursos minerales. La estructura social comenzó a parecerse a la de Angola, Nigeria o Venezuela: por un lado, una burguesía ultrarrica y burocratizada; por otro, una población empobrecida y precarizada, ocupada mayoritariamente en el sector servicios.

A mediados de los 2000, el Kremlin comenzó a mostrar abiertamente sus intenciones no democráticas, enfrentándose directamente con Occidente. Primero, la llamada “Revolución de las Rosas” en Georgia en 2003 derrocó al presidente prorruso Eduard Shevardnadze y llevó al poder a una administración más liberal y pro europea, lo que fue duramente criticado por los medios oficiales rusos. Luego, en otoño de 2004, en Ucrania se produjo un enfrentamiento entre el candidato prorruso Víktor Yanukóvich y el más pro europeo Víktor Yúshchenko, lo que desembocó en masivas protestas en Kiev conocidas como la Revolución Naranja: finalmente triunfó Yúshchenko.

Este fue el inicio del “giro ucraniano” en la política internacional del Kremlin —y en la historia de Europa del Este y del continente en su conjunto.

Por primera vez en la Rusia postsoviética, los medios oficiales se inundaron de odio hacia Ucrania y los ucranianos. Presentadores de noticias y tertulianos hablaban a diario del supuesto caos reinante en el país vecino, de los horrores que traería el gobierno de Yúshchenko y de la amenaza de etnocidio y genocidio contra la población ruso parlante de Ucrania.

Es necesario subrayar que todo esto no tenía el menor fundamento en la realidad. Si bien el idioma ruso era —y sigue siendo— muy popular en Ucrania, en 2004 la discusión giraba exclusivamente en torno a la orientación política internacional de los líderes estatales, no sobre derechos lingüísticos o ciudadanos.

El objetivo del imperialismo ruso era establecer en Ucrania un régimen subordinado —con beneficios adicionales para el gran capital ruso— y con la perspectiva de una integración plena del país en una nueva versión del imperio monárquico.

El giro hacia una política imperialista abiertamente agresiva se hizo irreversible en 2014. Ese año, el régimen de Yanukóvich —que había regresado al poder gracias a elecciones democráticas y al descontento con el liberalismo de Yúshchenko— fue derrocado por una nueva ola de protestas masivas. Al igual que en 2004, las protestas comenzaron como una demanda democrática contra la corrupción y el autoritarismo, pero pronto fueron aprovechadas por los nacionalistas ucranianos, y la situación terminó con la huida del presidente y el traspaso del poder a sus opositores.

Entonces el Kremlin decidió dar un paso que lo transformó a sí mismo y al mundo: la anexión de Crimea. A partir de ese momento, comenzó la construcción acelerada de un nuevo imperialismo ruso. La televisión rusa empezó a propagar la idea de que “los rusos y los ucranianos son un solo pueblo”, que “Ucrania no es un verdadero país” y que Occidente quiere “utilizar a Ucrania como punta de lanza contra Rusia”. Se reanudó el culto a Stalin. En los libros de texto escolares reaparecieron los zares. En las ciudades se erigieron estatuas de Iván el Terrible y Alejandro III. La Duma aprobó leyes cada vez más represivas. El poder judicial quedó subordinado al ejecutivo. La policía política (FSB) recibió poderes prácticamente ilimitados. La represión contra las personas LGBT y las feministas se hizo sistemática. Los comunistas de izquierda fueron perseguidos. Todo esto mientras los oligarcas rusos acumulaban fortunas colosales, y el gasto en el ejército se disparaba año tras año.

Y así, en febrero de 2022, tras ocho años de tensión y propaganda militarista, el Kremlin lanzó la invasión a gran escala de Ucrania.

Fue una repetición clásica de las aventuras imperiales más oscuras de la historia. Una gran potencia capitalista, dotada de armas nucleares, decide restaurar su imperio aplastando a un vecino más débil, al que considera “suyo por derecho”, “parte de su historia”. Justifica esta agresión con excusas cínicas y mentiras abiertas. Intenta ocupar grandes territorios y someter a toda una nación, sin detenerse ante los crímenes de guerra ni el exterminio de civiles. Todo esto acompañado de una avalancha propagandística sin precedentes en el país agresor.

¿Qué tiene que ver todo esto con Irlanda?

Ucrania y Rusia hoy se encuentran en una relación muy parecida a la que existía entre Irlanda e Inglaterra en los siglos XVIII y XIX. Una gran potencia imperial considera “propia” a una nación vecina más débil, explota sus recursos, intenta suprimir su idioma y su cultura, niega su independencia, calumnia a sus líderes como “traidores” y “agentes de potencias extranjeras”, al tiempo que utiliza a su población como carne de cañón en sus guerras.

Irlanda fue durante siglos una colonia del Imperio británico. Su población fue víctima de genocidios, hambrunas, expulsiones masivas. Cualquier intento de insurrección nacional fue ahogado en sangre. Durante mucho tiempo, los ideólogos británicos afirmaron que los irlandeses no constituían una nación distinta, que su idioma era un dialecto rural del inglés, que la isla siempre había sido parte de “Gran Bretaña”.

En el siglo XIX, tras la llamada Gran Hambruna, millones de irlandeses fueron obligados a emigrar. Muchos se convirtieron en proletarios en Inglaterra, y fueron despreciados y oprimidos como una casta inferior, a pesar de hablar el mismo idioma que sus opresores. Solo a finales del siglo XIX e inicios del XX, la nación irlandesa logró organizar un movimiento obrero y socialista de masas, que combinó la lucha por la independencia con la revolución social. Fue entonces cuando surgió una nueva generación de revolucionarios que comprendió que sin romper con el imperialismo británico no era posible ningún cambio social significativo.

Esa es exactamente la situación que enfrenta Ucrania hoy

El pueblo ucraniano resiste no solo una invasión militar, sino también un intento de aniquilación cultural y nacional por parte del imperialismo ruso. Esta guerra es una guerra por la liberación nacional. Y como toda lucha nacional auténtica, tiene un carácter progresivo. Pero también presenta el peligro de que el movimiento de liberación quede subordinado al capital extranjero: en el caso ucraniano, al imperialismo estadounidense y europeo.

Por eso, la tarea de los socialistas revolucionarios de todo el mundo —y especialmente en Europa del Este— es apoyar incondicionalmente la resistencia ucraniana, sin dejar de criticar al gobierno de Zelenski y su política neoliberal. Defender el derecho de Ucrania a las armas, a su autodeterminación y a integrarse como desee con otros países, sin ser tratada como un peón en los juegos geopolíticos de los grandes poderes.

Apoyar a Ucrania no significa apoyar a la OTAN. Significa estar del lado del pueblo oprimido contra el opresor. Del lado de los pueblos colonizados, no de los imperios. Del lado de Irlanda, no de Inglaterra. Del lado de Ucrania, no de Putin.

Por Vladimir Plotnikov

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