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Ser inspector de la Guía Michelin, la verdadera Biblia de la alta cocina, implica visitar los mejores restaurantes del planeta para disfrutar de las experiencias gastronómicas más estimulantes y degustar todo tipo de manjares sin tener que pagar la cuenta. Parece un trabajo de ensueño. Sin embargo, es también una tarea exigente, agotadora y solitaria.
Al menos así lo asevera Chris Watson, un escocés que fue inspector de la célebre guía durante cinco años y que conoce al dedillo los secretos de este oficio tan particular que se encuentra, además, rodeado de mitos. “Hay muchas historias sobre nosotros, como que no le contamos a la familia ni a nuestros amigos lo que hacemos, o que nos presentamos en restaurantes ocultos tras seudónimos. ¡Qué estupidez!”, sentencia este especialista, que actualmente reside en Bangkok, Tailandia, donde dirige su propia guía de restaurantes locales.
La edición 2025 de la Guía Michelin se presentará en la Argentina, específicamente en Mendoza, el lunes 7 de abril. Como ocurre desde el siglo pasado, esta publicación auspiciada por la marca de neumáticos francesa brinda información sobre los restaurantes más calificados de diversas ciudades del mundo. Otorga además la estrella Michelin, un reconocimiento a los locales cuya oferta gourmet alcanza los más altos niveles de excelencia. En palabras de Watson, se trata del “galardón gastronómico más codiciado del planeta”.
Claro que esta especie de “Evangelio gastronómico”, como también se ha llamado a la guía, no se hace solo. Los encargados de visitar y catalogar cuidadosamente cada restaurante son los inspectores de Michelin, un ejército de expertos en cocina y hotelería que se distribuyen en los numerosos destinos internacionales que cubre este compendio.
Según el periódico El Español, en 2019 se calculaba que el total de estos jueces gastronómicos eran entre 60 y 120. En una entrevista para ese mismo medio, el propio Watson, que tenía su base en Londres cuando ejercía su tarea para Michelin en la década del 90, informa sobre este tema: “El número de inspectores lo dicta el tamaño del país y la cantidad de restaurantes que tenga. Si se vuelve muy complicado comer en todos, se contratan nuevos. En mis días éramos diez o doce en Reino Unido, pero la guía ha crecido desde entonces y puede que sean unos pocos más».
La página oficial de la Guía Michelin asevera que sus inspectores efectúan más de 250 comidas anónimas al año. Una cifra de visitas a locales gastronómicos que Watson desgrana de la siguiente manera en una charla con el medio La Sexta: “Tenemos que comer y cenar fuera de lunes a viernes. Pasamos tres semanas al mes viajando y la cuarta regresamos a la base para rellenar nuestros informes y seguir juzgando restaurantes en tu propia ciudad”.
En la misma entrevista, el exinspector escocés aclara: “Desde fuera puede parecer el trabajo de tus sueños, pero la vida de un inspector es muy solitaria. Es un trabajo duro. El 80 por ciento del tiempo comemos solos”.
Watson también señala que su tarea requiere una gran organización. Él conoció colegas que, por no seguir un estricto cronograma, debían juntar dos cenas en la misma noche. “Eso es terrible”, exclama el experto.
En cuanto a los mitos que existen en torno a los inspectores, Watson descarta en primera medida aquel que señala que los jueces anotan en una libreta, con gesto solemne, sus impresiones acerca de todo lo que va pasando por sus platos y sus paladares. El hombre deja en claro que ni él ni sus colegas toman nota por escrito durante las comidas.
El crítico también desmiente aquello de que su labor es tan anónima que se debe ocultar incluso a su propio entorno. “¿Cómo no le vas a contar (de qué trabajás) a tu pareja, a tu madre o a tu padre? Tu familia no va a correr al Daily Mirror para delatarte”, bromea Watson.
Otra creencia señala que estos hombres y mujeres que conforman el plantel de jueces de Michelin suelen usar seudónimos. “Nunca tuve que hacerlo –asevera-. Nunca fui diciendo que era un tal John Smith. Pero tenés que ir con cuidado, porque si sos muy conocido un colega tiene que reservarte la mesa”.
Si bien no se llega al extremo de utilizar un seudónimo o de mentirle a la familia acerca de su oficio, es verdad que los inspectores deben mantenerse todo el tiempo en el anonimato. El personal de los restaurantes no tiene que saber nunca que los está visitando un enviado de Michelin. “No debemos ser nunca reconocidos, para poder experimentar lo que experimentaría un comensal normal”, aclara Watson.
Formar parte del cuerpo de inspectores de la guía creada por la marca de neumáticos no es sencillo. Se exige para el ingreso contar con una experiencia previa de al menos 10 años en tareas relacionadas con el mundo de la hotelería, la gastronomía o el turismo.
Luego, una vez dentro, se requiere tener un entrenamiento junto a otro inspector más experimentado. “Pasás 8 o 10 meses entrenando, y de lunes a viernes estás metido en un coche con otro inspector. Es duro, porque te encontrás al lado de una persona con la que a lo mejor no tenés nada en común, aparte de tu amor por la comida», dice Watson a El Español.
Una vez que están listos para la tarea, los inspectores se dividen las áreas de trabajo y, echando mano a Google Maps, acuden a sus objetivos. Para ello, Michelin les facilita un vehículo BMW y una tarjeta de débito con una generosa cantidad de dinero en ella. Según el cálculo que realizó El Español, un inspector como Watson ganaba lo que hoy es el equivalente a 3000 euros mensuales, pero los gastos en las comidas eran, por lo menos, el triple de su salario.
Por lo común, los primeros restaurantes que visitan los inspectores son los que ya cuentan con una estrella de la Guía, para controlar con suma atención si el local no ha perdido su calidad. A la hora de definir cuál es la condición que debe tener un negocio de alta cocina para ganar el preciado galardón, Watson señala: “Las estrellas se entregan a aquellas experiencias maravillosas, inolvidables, memorables. La comida supone un 60, 70, 80 por ciento. El resto es la presentación, el servicio… todo suma”.
En relación con lo que se juzga en cada restaurante, la página oficial de la Guía Michelin ofrece los cinco criterios que son evaluados: “calidad de los ingredientes, análisis de las cocciones y de las técnicas culinarias, armonía de sabores, percepción de la personalidad y de la emoción que el chef ha querido plasmar en sus platos y regularidad de la cocina a través del menú y entre las diferentes visitas”.
La decisión de otorgar una estrella se toma a partir de una reunión de los inspectores que se realiza en general a fin de año. En esos encuentros, llamados Séances Etoiles, se toma como base las distintas visitas que se realizaron al mismo local a lo largo de los últimos 12 meses y allí se analizan los pros y contras de cada uno. Cuando hay una duda acerca de si algún restaurante merece la estrella o no, se envía allí a dos inspectores que nunca lo visitaron, para que den su opinión, que será definitoria.
Watson se refiere también a los cocineros gourmet que, por la presión que generan las estrellas, no quieren competir por uno de estos reconocimientos: “Conocí a muchos chefs que me dijeron que no quieren una estrella Michelin. Pero por mi experiencia te digo que realmente no es cierto. Hay mucha estupidez en los chefs que dicen no querer la estrella y que no quieren aparecer en la guía, porque en el fondo el 99% la desea. Las estrellas son, honestamente, el galardón gastronómico más codiciado del planeta”.
Al enumerar los motivos por los que dejó de ser inspector para Michelin, el especialista culinario escocés señala: “Porque es un estilo de vida limitado. Es difícil tener familia siendo inspector, porque te fuerza a ser bastante solitario. Y bueno, porque trabajé para otras compañías que me han ofrecido remuneraciones mucho más altas. Y luego porque la capacidad de ascender (en Michelin) era mínima. Una vez inspector, siempre inspector”.
Sobre el final de su charla, el exinspector Watson señala dos desventajas más del oficio que llevó adelante durante años. Una de ellas es que, según cuenta, los inspectores de más de 40 años empiezan a engordar. Y la otra es que cuando él va a algún restaurante por su cuenta, por ejemplo en una cita romántica, no puede dejar de mirar el menú y probar la comida sin tener el reflejo de pensar qué lugar ocuparía en la guía. “Ser inspector es algo que queda en vos para toda la vida”, concluye el experto.
La Guía Michelin, que hace años es la más prestigiosa referencia para el rubro gastronómico, se publicó por primera vez en Francia en 1900, como un compendio de los restaurantes de los hoteles de las rutas galas. La idea fue de André Michelin, integrante de la familia que fundó la empresa de neumáticos. Más adelante este libro de tapas rojas fue incorporando todo tipo de restaurantes, ya no tan solo los ruteros.
Los primeros inspectores aparecieron en 1926 y en 1936 se impuso el actual criterio para calificar los locales. Una, dos y tres estrellas van marcando, de menor a mayor, los distintos niveles de excelencia.
En la Argentina existen, hasta el momento, seis restaurantes con una estrella Michelin. Dos en Buenos Aires y cuatro en Mendoza. En tanto que, con dos estrellas, solo hay uno: se trata de Aramburu, el local gastronómico de Gonzalo Aramburu, ubicado también en la ciudad de Buenos Aires.
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